RELATO LÉSBICO| La nieve de Camila Reid (Vol. II.)

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Lee aquí la primera parte.

No exagero si digo que fueron las dos horas más aburridas del mundo. Mi chocolate a la taza, su copa llena de nuevo y su voz petulante retumbándome en el cráneo.

—Ya era hora. Pásame la copa —dijo señalándola desde su cama—. Ya era hora de que vinieses a casa.Te pago la universidad en… la universidad en el extranjero, allá, lejos y estas son las primeras Navidades que te dignas a venir. ¿En qué curso estás ya?

—En cuarto, mamá.

—Bien, bien. Este verano ya vuelves a Milán.

Los Sartori teníamos propiedades en media Europa y negocios en la otra media. Mi padre, que de haber estado no hubiese ido, era, como decía él, importador y exportador de mercancía para personas con posibles. Desde drogas hasta armas. El dinero se blanqueaba en una muy rentable fábrica de botones en Grecia, la flota de taxis en Liverpool y Manchester y los restaurantes de Verona. Cara a la fiscalía, mi padre era un as en los negocios. Ni todas las pizzerias de Italia hubiesen dado tanto dinero. Sí que es cierto que montó con mi tío una pequeña cadena de hoteles en Europa del este con la que se compraron esta casa hacía ya diez años. Suiza, neutral: el paraíso con nieve.

—No lo sé. No sé si quiero volver a casa —le dije.

—¿No quieres estar en Italia? Bueno, que tu padre te encuentre algo que hacer en alguno de los hoteles. Ya puedes acostumbrarte a este frío, dicen que en Vilna el invierno es terrible.

No quise discutir. Los minutos pasaban lentos como lombrices muertas. El chocolate ya estaba frío, pero me lo acabé igualmente. Me escondía tras la taza en cada sorbo para soportar esa pesadilla. Mi madre se durmió a la tercera copa, con el pelo enmarañado y húmedo, vestida sobre la colcha. La tapé con un abrigo que vi colgado en su perchero y me fui.

El suelo chirriaba especialmente. La tormenta que caía fuera había humedecido todo el el ambiente y la madera se había hinchado para gritar bajo mis pies descalzos. Toqué la piedra fría de la cocina, resoplé y ella me contestó:

—¿Tan malo estaba el chocolate? —me pegó un susto de muerte.

—¡Ah! Dio, che paura! Pensé que ya no estabas. No vuelvas a asustarme así.

Me quedé en silencio un momento mientras me agarraba el pecho tratando de controlar el corazón que galopaba como un purasangre por los desiertos. Segundos más tarde las dos comenzamos a reír como tontas. Ella por mi repentina y ridícula agonía, yo por su cara de preocupación al verme tan pálida.

—Ven, siéntate —me dijo secándose las lágrimas—. Estoy preparando sopa y ternera para esta noche. Tu madre no es muy exigente con el menú.

—Mientras lleve brandy… —le dije.

Frunció el ceño y no tuve más remedio que pedirle disculpas.

Había toda una constelación entre sus mejillas. Juraría que millares de pecas rosadas se aglomeraban en sus pómulos y su nariz, minúsculas, pero claramente visibles a mis lentes y al resplandor de los fogones en su rostro. Era preciosa y tenía que admitirlo.

Desde que me fui de casa, el año que comencé la universidad en Munich, podía presumir de haber hecho muchas cosas, pero no de estar con nadie. De hecho, nunca  me había fijado en alguien a ese nivel. Conservaba muchos amigos de la infancia, muy buenos. Nos carteábamos a menudo y nos procurábamos ver en nuestros viajes por Europa los meses de vacaciones. Linda, que fue compañera de clase durante mi infancia, ahora vivía en París. Fui a verla un par de veces y coincidimos en Ámsterdam la Pascua pasada. Seguía como siempre solo que esta vez había conocido a François, un arquitecto de Nîmes que se había trasladado a la capital francesa por trabajo. Envidiaba esa intimidad entre dos personas. Veía cómo la gente creaba vínculos y estrechaba lazos y, aunque yo no pudiera quejarme, no había llegado nunca a intimar así. Nunca me había mirado nadie como Linda a François. Creo que miré a Camile como Linda a François e intenté desechar ese pensamiento.

—¿Estás bien? Te has quedado muda —me dijo mientras cortaba la carne.

—Sí, estaba pensando…

—¡Ah! ¿Los Sartori pensáis? Pensé que os dedicabais a beberos todo vuestro dinero —me dejó anonadada— ¿Qué? Yo también sé bromear.

—Aprendes rápido —le dije— Si mi madre te echa por estar hablando así de ella, te llevo a Munich a trabajar para mí.

—¿Lo harías?

No pude responderle a eso. Otra vez sentía que estaba lanzandole una mirada que no correspondía a nada que me hubiese pasado antes.

—¿Otra vez? ¿Otra vez te vas a quedar muda? Sois una familia muy rara.

—Voy a dar una vuelta… creo. No, no me encuentro muy bien. Es el viaje. No me ha sentado bien el viaje y estar escuchando a mi madre mil horas.

—Ahí fuera hay una tormenta horrible —me avisó.

—Lo sé. Estoy acostumbrada —me esfumé avergonzada y asustada.

El frío me cortaba la cara. Cerré los ojos, necesitaba pensar.

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